A woman confronts her family’s displacement and dysfunction
The story of a woman growing up in a dysfunctional family as the society around it undergoes a deterioration in its post-colonial circumstances. The story of a single middle-class family comes to represent the challenges faced by patriarchal Egyptian society in the second half of the 20th century. Displacement and migration, neglect and illness, the narrator reflects on the experiences of her family candidly and poetically and in doing so, she unveils the ‘unsaid’ that lies at the core of many Egyptian women’s lives. This raw and unflinching book deals with abuse, illness, and despair with a clear-eyed sincerity and delicacy that is irresistible. Blurring the lines between fiction and memoir, this novel shows the vitality and diversity of Arabic narrative today. A careful and insightful book that holds family trauma up to examination, Empty Cages will resonate with readers around the world.
Jaulas vacías
Fátima Qandil
(1)
En uno de los cajones se quedó una caja de chocolate metida en una bolsa de plástico. Me la llevé de mi antigua casa, con el resto de cosas «importantes», y guardé dentro algunos papeles para reírme de ellos cuando fuera una anciana; poemas antiguos que escribí a los doce o trece años, con el bolígrafo rojo, azul y verde, en una hoja gruesa y brillante. Solía abrir aquella lata de vez en cuando y cada vez que lo hacía veía la escritura más y más débil, pero la hoja seguía intacta, gruesa y brillante, tal y como era al principio, salvo por las marcas de la presión del boli. Eso no importa, la cuestión es que lo que quedaba de ella había dejado de hacerme reír hace mucho tiempo, aunque siguió despertándome la sonrisa algunos años más hasta que dejó de tener significado. Ya no miraba los escritos de la infancia ni le daba importancia a que se fueran borrando las palabras. Poco a poco, según nos vamos haciendo mayores, nuestra infancia lejana comienza a resultarnos extraña, y «desagradable», no por nada, solo que nos hace recordar, conforme pasa el tiempo, que nos hemos hecho mayores.
No sé bien qué ha sido lo que me ha empujado esta tarde a mirar aquella caja. La había sacado de la bolsa antigua, cuando me di cuenta de que estaba roñosa y empezaba a deteriorarse, y la metí en otra nueva también de plástico, con algunos papeles antiguos y varias fotos para trabajar con ellas algún día. Esta vez no me detuve en los papeles, los saqué de la caja y los aparté a un lado.
Descubrí entonces que la caja de lata ya no cerraba bien; se habían doblado los bordes, y los dos clavos que estaban fijos por detrás se habían resbalado de su sitio. Lo curioso es que no se habían caído, se quedaron ahí colgando y todo lo que pasó es que al doblarse se habían separado de los agujeros. Intenté de todas las maneras posibles enderezar el latón y cerrar la caja, pero fue en balde: cada vez que lograba poner recto un borde, se abollaba por otro lado. Al final pude hacer que se aguantara medio cerrada, una parte, no herméticamente. Saqué los dos clavos de la bisagra para guardarlos. Igual algún día podría arreglarlos. Los puse delante de mí, esta vez en el escritorio, y me senté a observarlos, quizás, por primera vez en mi vida.
(2)
En la superficie de la caja estaba escrito con una letra bonita: Cadbury Milk Tray Chocolates, sobre una cinta de color morado, en el mismo latón, en oblicuo a todo lo largo de la caja, como si fuera el tercer lado de un triángulo, y debajo de la cinta había dibujos de onzas de chocolate, con formas distintas y que, seguramente, estuvieron dentro de la caja en algún momento. En un lateral, en la esquina derecha, estaba escrito el peso de la caja en inglés y en árabe: 454 gramos, junto a la aclaración, solo en inglés Including Foils. Sonreí por semejante precisión dirigida al que leyera inglés. ¡No estaba traducido al árabe! Supuse entonces que los chocolates serían de importación, sin duda, claro, de Beirut, muy probable, por la palabra “gramos”, que hacía pensar en esa posibilidad. Busqué cualquier otra información, pero no encontré nada. Le di la vuelta a la caja para mirar por el otro lado y era una chapa color plata que se había oxidado.
(3)
Los dibujos de los chocolates eran bonitos, cuadrados, redondos, y cada forma tenía un diseño diferente. Algunos eran lisos y otros tenían un poco de relieve; pude deducir que estarían rellenos de avellana y su color marrón, pese a haberse descolorido un poco, me hacía sospechar que era chocolate «original». Tuve que haber sentido pena al comerme el último, sobre todo porque era una caja más o menos pequeña; seguramente me quedaría a solas con ella en las noches de invierno (así me gusta imaginar la escena), bajo la manta, con mi gato Misho sobre el regazo, en aquella pequeña salita donde dormía (en aquella infancia lejana no tenía una habitación propia). Deduzco que me comí yo sola la mayor parte de la caja, pues a Misho no le gustaba el chocolate, y deduzco también que mi padre, mi madre y mis dos hermanos, comerían solo uno y me dejarían el resto para mí, pues nadie me hacía la competencia por aquel entonces ante este pequeño placer; presiento que alguna clase de felicidad se quedó habitando en esta caja, imagino que desprendía ese olor, y quizás por ello vivió todos aquellos años y, tal vez, seguirá sobreviviendo en algún lugar después de que yo muera.
(4)
No pienso, o al menos no en serio, en arreglar la caja para siempre, encajar los tornillos en los agujeros reservados para ello y cerrarla completamente. Algo como la asfixia, la agonía, me asalta cada vez que lo he intentado, como si al cerrarla, esta vez sí, después de arreglarla, no fuera a poder abrirla más. La dejaré medio cerrara, pero tendré cuidado de que no se caiga y se esparza todo lo que contiene por el suelo.
Traté de recordar de dónde había venido, pero no saqué nada en claro. No importa, tengo la memoria como un colador y ya no me tomo muy a pecho estas lagunas. Probablemente fuera un regalo y, posiblemente también, no fuera de esas cajas de chocolate que le traían las visitas a mi madre la última vez que estuvo enferma, primero, porque es de las caras, y segundo, porque su aspecto me dice que yo entonces era una niña. El mismo hecho de conservar la caja apunta a ello, me refiero a conservarla vacía y que mi madre no metiera —como en las otras cajas de chocolates— bobinas de hilo de infinidad de colores, el dedal, y los juegos de agujas, clavadas en hojas negras y plateadas, ni yo metí su dentadura, que aún conservo en una bolsa de nailon, con sus gafas —las de la patilla rota— y también lo que le llegó por herencia, y que luego me dejó en herencia a mí después de morir, como el mechón de pelo de mi abuela Fátima, de la que heredé el nombre y a la que nunca conocí.
(5)
No creo que la felicidad que latía fuera conservara por sí sola la caja a lo largo de todos estos años. Cuántas felicidades se han perdido por ahí sin dejar huella. Creo que es más bien la hija de un instante de «vanidad», el instante en el que entró un cochazo en nuestra calle, que hasta los vecinos salieron a los balcones a mirarlo. Se bajaron dos chicas, olían a perfume caro, y mi padre, que estaba sentado con el pijama y el batín —recuerdo aquel batín pesado de lana porque lo estuve usando durante años después de que muriera, y lo consideré una herencia privada, que, de todas maneras, tampoco nadie pretendía disputarme—, con las piernas cruzadas y riéndose, de las pocas veces que recuerdo a mi padre reírse. Esto fue, probablemente, en 1969, quizás esto valiera para justificar que entrara un chocolate «importado» a nuestra casa. Las dos muchachas se estaban riendo con él, le daban palmaditas (no veo a mi madre en la escena. Ella no era celosa de todas formas). Mi padre estaba orgulloso de sus alumnas saudíes, que lo visitaron cuando estuvo enfermo. No recuerdo bien si eran alumnas del Lycée, donde siguió trabajando después de empezar a cobrar la pensión, o es que les daba clases particulares, algo poco habitual y caro en aquellos tiempos.
Lo más probable es que fueran ellas las que vinieron con la caja, pues la alegría latente en ella, y mi recuerdo de la visita, con los vecinos en el balcón, eran asuntos que empujaban a la vanidad, ese tipo de vanidad que, necesariamente, solo puede percibir una chica de once años, y que sigue recordándola pasados los sesenta; en la oscuridad de la sala, impregnada con la débil luz de la cocina, la cabeza tapada con la manta, engullendo chocolate mientras acariciaba el pelo de Misho y lo agarraba con violencia cada vez que intentaba escaparse.
(6)
En una noche lejana, muy lejana, me despertó Ramzi. Llevaba en el brazo algo envuelto en una sábana vieja. Por su gesto huraño supe con certeza que no me traía un trozo de chocolate. Con una voz rota por las lágrimas me dijo: «Tienes que levantarte para que enterremos a Misho».
Misho estuvo muy enfermo los últimos días. Le mordió una serpiente cuando andaba de ronda, en sus aventuras, por el descampado contiguo a nuestra casa, y no sirvieron de nada los medicamentos. En el jardín que había detrás de la casa, y debajo de la ventana del dormitorio en el que nos turnamos la vida después, Ramzi se puso a cavar, luego metimos juntos el cuerpo pesado en el hoyo y lo tapamos con tierra. Delante, colocamos una lápida vertical de madera con su nombre escrito —-la arrancó el viento unos días después y no se nos pasó por la cabeza ir a buscarla— y le leímos, con mucha seriedad, la fátiha.
Debajo de la ventana, tiempo después, y en el mismo lugar, creció un arbusto de amapola Mi madre se asustó al verlo, y lo cortó, por miedo a que luego nos viniera un pleito. La avisó nuestro vecino, un oficial joven, entendiendo que habíamos pasado por alto el desastre, que creció por un descuido nuestro. Pero reapareció al año siguiente. Mis hermanos ya se habían ido hace mucho tiempo. Me reí cuando le vi las florecitas maravillosas asomando de nuevo. Le dije a mi madre: «Dios le da pan al que no tiene dientes», pero aquella mañana ella le tiró en las raíces una garrafa de queroseno, y le prendió fuego. Después de aquello no volvió a crecer jamás. Terminó completamente, como cualquier raíz apuñalada en lo más profundo… Y así para siempre.
(7)
¿Murió de verdad? Se convirtió en una historia con la que bromeaba con mis amigos —sobre todo con los amantes del hachís— hasta que me cansé de contarla muchos años después, concretamente unos días después de que muriera mi madre. El vendaje que cubría sus heridas estaba tirado en el baño con la yalabía que le quitamos. Yo miraba el vendaje, como lo último que quedaba de ella, y aquella mañana me armé de valor y decidí enterrarlo en el mismo lugar en el que había crecido el arbusto de amapola, y en el que enterré a Misho cuando era una cría, como si ese pedazo de tierra se hubiera ganado su presencia desde la primera muerte, como si fuera una tumba en el jardín. Cuando levanté las vendas —con la dosis de ternura apropiada a un vendaje que había cubierto las heridas de mi madre— encontré unas cosas blancas moviéndose. Fijé la vista en ellas y, como si una descarga eléctrica me atravesara el cuerpo, me puse a gritar histérica al ver los gusanos sobre las vendas, mordiendo los restos de la carne de las heridas. Al final, me sobrepuse, y cavé el mismo hoyo, las tiré en el centro y luego lo llené de tierra aprisa y leí —esta vez yo sola— la fátiha.
(8)
Sí, así es, aquello era “vanidad”, el orgullo que recuperé aquella tarde, la euforia de la niña a la que sus maestros le ponían en la mano a hurtadillas los problemas de matemáticas que les resultaban más difíciles para que se los entregara a su padre, que los miraba con desdén: «¿No saben solucionar esto? Y luego se las dan de ser los mejores maestros». A la mañana siguiente se los devolvía con la solución escrita; no era vanidad por sentirse orgullosa de un padre, no, era la vanidad de aquella niña que «portaba el secreto».
—¿Conoces al borracho ese?
—No lo conozco.
—Pues te está llamando.
—No lo conozco.
Estaba completamente ebrio, dando tumbos por el metro, y me llamaba de verdad, con una voz pastosa, pero yo aceleré el paso y lo ignoré completamente, para que aquel instante se quedara como una vida en sí misma, y hasta ahora. No puedo olvidarlo, o ignorarlo, hasta cuando me sirvo una copa de cerveza de nuevo y trato de entender sus motivos, o incluso cuando me observo completamente bebida, vaciando lo que llevo dentro, como si ese fuera el instante eterno de la vergüenza, la vergüenza que habita en mis entrañas desde aquel día y que nunca he podido sacar.
(9)
¿Qué pasaría si aprovechara un despiste de las chicas y volviera a él? Estuvo un buen rato dando vueltas, borracho, por la estación del metro, a plena luz del día. ¿Qué hubiera pasado si le hubiera plantado cara, si le hubiera mirado directamente a los ojos, solo eso, mirarle a los ojos con desprecio e indignación? Pero no lo hice. Lo dejé sobrevivir a lo que hizo, incluso ajeno completamente al asunto, mientras se paseaba delante de mí, al día siguiente, en la casa, con sus calzoncillos anchos de raso por encima de la rodilla, y la camiseta interior metida por dentro y salía para regar las plantas del jardín delantero, que caía justo enfrente de los balcones de los vecinos. Todo lo que hice fue estallar delante de mi madre: «¡No habíamos quedado que el loco ese no iba a salir más en cueros! Que se ponga un pantalón de pijama… ¿Hasta cuándo vamos a tener que estar aguantando esta vergüenza? ¡Qué se lo lleve el Señor de una vez!».
¿Qué hubiera pasado si también hubiera llamado a la enfermera cada tres minutos, en el hospital privado, para que cambiara a mi madre? Pero no lo hice. La senté en la silla de ruedas, le quité las bragas y le subí el camisón, le saqué el orinal que tenía encajado en la silla y le dije: «Hazlo cuando puedas, que no te dé apuro, madre. Lo voy a limpiar yo». La orina cubría el suelo de la habitación y mi madre estaba tranquila, agradecida, y el olor a glucosa rezumaba del agua que salía en torrente, mientras yo agarré la fregona y sequé el agua que había inundado el cuarto. Estábamos solas, y cuando vino la enfermera —horas después— para hacerse cargo del turno y tomarle la temperatura, no notó que el suelo estaba impoluto y brillante, ni que la enferma estaba limpia, con una bragas secas, y un camisón con olor a limpio, suave, y preparamos todo con cuidado, como estaba antes (mi madre en la cama, la silla de ruedas vacía, y el orinal limpio en su sitio). Ella se agitaba desde la cama para darle la bienvenida.
(10)
Mi madre dice que el jardín murió después de que falleciera mi padre, y tiene razón. Él lo cuidaba con esmero, aunque no era más que un arriate alargado y pequeño que solo valía para sembrar algunas plantas trepadoras que crecían sobre la pared del muro, a diferencia del jardín trasero, mucho más amplio. Ya no notábamos el olor del jazmín, jamás después de su muerte, pero el arriate siguió ahí, alargado, un simple bancal de tierra seca que años después se convirtió en un cenicero, donde las visitas se abstenían, de primeras, de tirar los cigarros en él, cuando estaban sentados conmigo en el balcón, mientras yo lanzaba las colillas allí una detrás de otra, y se llenaba enseguida.
Después de que mi madre muriera, no volví a sentarme muchas más veces en aquel balcón, y una mañana me sorprendió ver que el arriate se había convertido en un almacén de jaulas de gallinas vacías, que alguien había llevado hasta allí, como si fuera un botín, para esconderlas, decenas de jaulas amontonadas unas encima de otras que habían invadido toda la superficie entre el pequeño balcón y el muro de la casa. Cuando vi la escena, enloquecí por completo. Fue como si aquello me diera a entender que la casa se había convertido en un lugar de propiedad pública, como si estuviera abandonado y como si yo no estuviera viviendo allí. Estuve esperando al dueño de las jaulas durante días enteros, pero no apareció. Más jaulas se habían ido juntando en el mismo sitio, sin yo darme cuenta o mientras me echaba las siestas de costumbre durante el día. Me pasé varias noches aguantándome las ganas, haciendo un gran esfuerzo para no prenderles fuego, y que se quemara la casa con ellas, que pasara lo que tuviera que pasar, hasta que una noche decidí llevármelas todas a la azotea; mi indignación ya era incontenible y la responsable que me daría la fuerza para ir subiéndolas una tras otra hasta que terminé el asunto. Escondí todas las jaulas arriba y…
European readers, like readers around the world, have shown their enthusiasm for life-writing in a variety of forms. This is especially true of stories told by women. Stories of daily life that present the challenges and reality of existing within societies and networks of social relationships resonate with readers today, much more so than programmatic fiction. This book will remind readers of the work of Annie Ernaux and will prove to them that there are many more women’s stories left to tell.
Translations
English
translation
by Adam Talib
published as
Empty Cagesin 2024by American University in Cairo Press
Confidently weaving the reader into the psychological texture of intimate and fraught relationships, Qandil tells a story of womanhood, family and loss, which will stay with the reader long after the final page by AUC Press, December 2022
Fatma Qandil’s ‘Empty Cages’ Wins 2022 Naguib Mahfouz Medal for Literature by ArabLit, December 2022